A veces me invade una inmensa alegría. Son esas veces en las que el pasado y el futuro abren una brecha por la que se cuela el instante presente y soy capaz de percibir la realidad que me acoge. Hoy ese instante ha sucedido hace apenas diez minutos: he bajado al patio con mi portátil y mi libro, pertrechada por si acaso mi sentido de la responsabilidad me impelía a realizar alguna tarea más allá de la simple contemplación. Desafortunadamente este bicho de la productividad se ha ido colando en mi interior a lo largo de los últimos años y no siempre me permite estar sin más, sin mayor pretensión. Así pues, con este seguro anti-culpas he bajado al silloncito, al sol, a disfrutar de los primeros cálidos rayos de sol de esta mañana de febrero y me he sentado frente al almendro que, como cada año por estas fechas, comienza tímidamente a florecer. De momento son pocos los capullos que se han atrevido a dar el paso pero, tal y como los pajaritos con menos arrojo se animan al ver volar a sus hermanos más atrevidos, sé que el resto de flores irán brotando durante los próximos días. Va a ser todo un espectáculo que no pienso perderme.

A la contemplación de mi vecino almendro se ha sumado el sonido de las campanas de la iglesia y ha hecho que mi corazón comenzara a latir animoso al ritmo de su repiqueteo. Su vibración ha atraído memorias de mis veranos en el pueblo, disfrutando de la tranquilidad y el sosiego, de la calma y el lento caminar del tiempo. De pronto me ha invadido la profunda gratitud de vivir en un pueblo, donde aún las campanas de la iglesia se elevan sobre el ruido del tráfico y traen reminiscencias de un pasado más pequeño y sencillo. En un tiempo donde cada estímulo suscita un debate racionalista y llevado a significados abstractos, yo atesoro y me niego a renunciar a la pura vivencia de lo concreto y la respuesta de mi corazón. Una campana, una flor de almendro, un rayo de sol, un pueblo. No la religión, ni la agricultura, ni la energía solar o la vida en el campo vs. la ciudad. Ningún alegato más allá que compartir una vivencia única y fugaz que abre una ventana a la eternidad.

Hoy escribo gracias a Albert Espinosa y la nueva entrevista que ha concedido en Aprendemos Juntos. Entre otras cosas que me enternecieron, hubo un mensaje que me hablaba a mí: compartía cómo eran muchas las ocasiones en las que había sido tildado de naif, de tener una mirada demasiado sencilla o “buenista de la vida” (esa era mi interpretación). Y por supuesto defendía esa mirada que es la suya y que no niega o trata de imponerse a otras. Son muchas, demasiadas las veces que yo siento el impulso de compartir la emoción que siento durante un paseo por el campo, al encontrar unos zorrillos traviesos en una pradera o al ver bailar una bandada de cigüeñas en círculo en el escenario de un cielo raso de enero. Y son tantas las que una jueza interna sentencia que dichas experiencias son infantiles, ingenuas e indignas de ser compartidas… Hoy, en vez de retorcer lo sencillo para que parezca complejo y sofisticado o acallar la emoción y guardarla sólo para mí, decido compartir que a veces me invade una inmensa alegría. Y quién sabe si quizá, desvelando los lugares en los que yo la encuentro, pueda servirte también a ti como inspiración o recuerdo.

“Podría renunciar a la justicia, a la razón, al sentido vital y universal, había visto que el mundo se las arregla perfectamente sin todas esas abstracciones, pero no podría renunciar a un poco de alegría.” Hermann Hesse


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