Hace ya tiempo que tuve un sueño que me marcó. Estaba en Galdakao, mi pueblo, paseando por las zonas aledañas al colegio en el que estudié los primeros años de mi vida. Podría haberse tratado de un paseo de lo más normal de no ser por el hecho de ir acompañada de una preciosa burra gris. Era una burra mediana, de un tamaño parecido al mío y tenía un cuidado pelaje plateado. Yo la iba guiando suavemente gracias a una cuerda atada a su cuello y que yo sostenía entre mis manos. La cuerda no se tensaba, señal de la sintonía existente entre la burrita y yo misma. Bastaba con ir guiando suavemente para que ambas fuéramos en la misma dirección.

Sin embargo, el sueño dio un giro inesperado en el momento en el que entramos a mi antiguo colegio. Atravesamos la valla por una puerta que daba acceso directamente al patio de recreo. Al entrar había una zona descubierta con campos de fútbol y baloncesto y, bajo el propio edificio del colegio, se hallaba una explanada más oscura que servía de refugio durante los abundantes días lluviosos del clima vasco. Pues bien, una vez que llegamos a este espacio, la burra se soltó dando un salto brusco y me arrinconó en una esquina. De pronto su amable y serena expresión se tornó en pura rabia y agresividad. Ella rebuznaba con fuerza y yo observaba la escena pegada a la pared con incredulidad y miedo a partes iguales. Algo me decía que la burra no iba a atacarme, si bien estaba segura de que tampoco iba a dejar que saliera de allí.

Me desperté con esta imagen en mi retina y aún a día de hoy recuerdo la secuencia como si la hubiera soñado esta noche. Desde que tuve aquel sueño (pueden haber pasado ya al menos dos años), la burra forma parte de las imágenes internas que me acompañan. Lejos de recordarla con miedo, he vuelto a pensar en ella con mucha curiosidad, ternura y, sobre todo, sintiéndola muy cómplice de mi propio desarrollo. Nunca tuve duda de que su aparición en el escenario de mi sueño fue una guía, un guiño de mi inconsciente trabajando por traerme información necesaria acerca de mí misma.

Hay quien diría que se trata de uno de mis animales totémicos o de protección. Quizá, no lo sé. De lo que a día de hoy sí estoy segura es de una de las formas en las se hace presente en mi vida:

Una de las características de los burros es que, además de humildes, mansos, fuertes e incansables trabajadores, son muy tercos. Pueden comportarse de manera muy dócil y servir de ayuda cargando y caminando, pero cuando no quieren hacer algo o avanzar hacia una dirección, es prácticamente imposible conseguir que se muevan.

Ahora bien, esa terquedad ha sido erróneamente interpretada como cabezonería sin sentido o incluso como falta de inteligencia. Precisamente al contrario de ello, los burros son animales con una aguda inteligencia intuitiva que les avisa de manera certera de la presencia de peligros. A pesar de su enorme responsabilidad y capacidad de entrega, nunca las anteponen al propio instinto si éste contradice las señales u órdenes externas. Si el burro siente que ese no es el camino, no se moverá.

La burra que llevo dentro” me marca instintivamente cuál es el camino (quizá era ella la que me llevaba con la cuerda a fin de cuentas) y sobre todo me indica cuál no es mi camino. En momentos en los que aparecen diferentes oportunidades yo puedo tratar de ir por delante ante una atractiva perspectiva mental de lo que soy capaz de conseguir. Puedo dejarme llevar por la perspectiva de conseguir reconocimiento, dinero u otro tipo de recompensas pero, si la burra sabe que no es por ahí, la burra no anda.

Esto me ha llevado a comprometerme con proyectos y verme después tirando de mi burra con mucho esfuerzo, llegando a enfadarme con ella (con esa parte de mí que no se mueve). Ella habla a través de mi cuerpo, es la que decide si paso a la acción o no. La cuestión es que durante tiempo viví esa cualidad como un estorbo, algo que trabajar o mejorar. Incluso la he tachado de pereza o inmadura procrastinación. Sin embargo, ahora reconozco ese bloqueo como algo distinto y no sólo no lo niego, sino que me apropio de ello. Y, finalmente, la experiencia me ha hecho comprender que cuando el cuerpo no sigue a la mente, no es cuestión de tirar más fuerte, ni de convencer o argumentar. Es cuestión de escuchar y confiar, de agradecer y soltar. Esto, ahora, no es para mí. O al menos, no así. A veces no es una parada definitiva, puede ser un alto en el camino para repensar, reorientar o adaptar un proyecto a lo que realmente tiene que ver conmigo.

Este texto es un reconocimiento a esta parte de mí que tantas veces he denostado injustamente y también una invitación a la reflexión: ¿Qué me está queriendo decir mi cuerpo cuando no responde a mis órdenes? ¿Cuánto estoy atendiendo a la información que me brinda para seguir mi camino y no despistarme? Es demasiado frecuente que, ante la duda de qué decisión tomar, atendamos más al exterior (internet, televisión, expertos, otras personas) que a lo que nos pasa dentro. Por eso apelo a cada burra o burro que hay dentro de cada una/o de vosotras/os y os invito a darle el espacio de guía que está deseando tomar.

La mía es cabezona, incómoda a veces, incomprensible otras, pero también es fiel, persistente y nunca se equivoca. ¡100% recomendable!


2 comentarios

María Jose · 05/10/2019 a las 09:07

Cuánto disfruto tu lectura, que no puedo hacerlo escuchándote.

    Itziar · 08/03/2020 a las 19:11

    Ay María José, que lo leo con cuatro meses de retraso… Pero me hace tanta ilusión tu comentario como si lo hubiera leído entonces. A ver si podemos escucharnos pronto también. Un beso muy grande

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