Hoy me dispongo a compartir dos anécdotas muy personales de mi infancia y quiero hacerlo, sobre todo, porque me hacen mucha gracia. Luego les sacaré un poco de jugo reflexivo pero vaya, el principal motivo, como ya os digo, es que me siempre me sacan una sonrisa al recordarlas. En realidad no son anécdotas como tal, sino dos pequeños malentendidos de una niña que tomaba con literalidad algunos conceptos que los adultos repetían asiduamente.

El primer malentendido fue el relativo a «hacer la carrera». A cierta edad comencé a escuchar bastante eso de hacer la carrera: que si fulanito ha hecho la carrera, que si menganita no la ha hecho, que si yo tengo que estudiar mucho para prepararme para la carrera… En mi mente llegaba un momento, allá por los 20 años, en que tocaba hacer esa dichosa carrera. Viajaba al futuro y entonces imaginaba una gran pista de atletismo como las que veía por la tele: toda una serie de carriles con los atletas preparados, calentando y unas gradas en las que familiares y amigos animaban a cada participante. Realmente me parecía un poco cruel que todo se jugara a una carrera y tampoco tenía muy claro si tenías que quedar la primera (¿de cuántas?) o qué pasaba si te tropezabas. Lo que me quedaba claro es que la actuación de un solo día iba a determinar el resto de tu vida.

Además, otra cosa que se me antojaba muy absurda era que la preparación consistiera en estudiar mucho para la carrera. ¿Desde cuándo una carrera se gana con los músculos del cerebro? Desde luego a mí me parecía mucho más relevante tener unos buenos cuádriceps y los gemelos bien trabajados. Por suerte yo competía en natación desde bastante pequeña así que no me iban a pillar desprevenida. Que los adultos dijeran lo que quisieran, que yo iba a llegar con el cuerpo tonificado «por si las moscas». Realmente no recuerdo cuánto tiempo pasé teniendo esta concepción de la carrera, pero el suficiente para recordar que le dí unas cuantas vueltas al tema…

El segundo malentendido tuvo que ver con el «orden de lista». Este tema requiere de un poco de contexto: cuando tenía siete años mis padres decidieron cambiarme de colegio. De estudiar en el cole del pueblo, a quince minutos andando de mi casa, pasaría a estudiar en un colegio de monjas, a unos cuarenta y cinco minutos de ruta en autobús. A este nuevo colegio debía de ir con uniforme y decían que tenía «mucho nivel». Yo no tenía muy claro qué significaba eso pero me habían dejado claro que debía de esforzarme el doble para llegar a sacar las mismas notas que mis nuevas compañeras. Con este condicionamiento previo, me presento allí el primer día debidamente engalanada con mi uniforme nuevo (una falda que picaba que no veas y la camisa atada hasta la nuez) y nos dicen que prestemos mucha atención pues van a compartir cuál es el orden de lista:
(Recuerdo casi todos los nombres de las alumnas (todas chicas), sobre todo los primeros, pero respetaremos la LOPD)
– Sotana, número 1.
– Futana, número 2.
– Mengana, número 3…
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Y así hasta el 14!!!!!!!!!
– Itziar Gómez, número 14.

Oh, ¡dios mío! Vale, pues ya está hecho el diagnóstico. Hay trece niñas más listas que yo. Porque si soy la número catorce en orden de lista, eso significa, sin lugar a dudas, que las anteriores son más listas que yo. ¡Vaya lumbreras estas monjas que desde el primer día ya sabían cuán inteligente era cada una! ¿Rayos X? ¿La gracia del señor? Qué sé yo… pero lo tenían bien claro y no titubeaban al difundirlo a diestro y siniestro desde el primer día. ¡Qué descaro!

Después del susto (y la sensación de que estas monjas tenían verdaderos poderes divinos) me dije que la catorce de treinta no estaba tan mal. Después de todo, me habían prevenido del gran nivel que tenía el colegio así que estar en el medio suponía cierto alivio. Ahora, una vez asumido mi lugar, me preguntaba si podríamos ir actualizándolo a lo largo del curso, es decir, si sacando buenas notas una podía ir escalando en el orden de lista a, qué se yo, un digno puesto diez, por ejemplo. Pronto me dí cuenta de que no había nada que hacer: alea jacta est. Y a mí me había tocado el 14, para todo el curso.

Obviamente, en algún momento que no recuerdo comprendí que esto del orden de lista no tenía nada que ver con lo tontas o listas que fuéramos, sino con el orden alfabético de nuestros apellidos. Pero vaya, que puestos a ser literales, llamarlo «lista de orden alfabético» a mí me habría ahorrado un disgusto.

Recuerdo muy bien estos dos malentendidos porque marcaron una huella emocional en mi memoria. «Hacer la carrera» hablaba de un mundo hostil en el que en una sola prueba, se iba a determinar el resto de tus días. Hacía referencia a la evaluación, la comparación con otros, la lucha por ser la primera, por ser la mejor. Por su parte, el «orden de lista» y en una línea parecida, hundía sus raíces en una tierra ya trabajada por la inseguridad, percepción de clases o niveles y de nuevo una visión de un mundo que te va a evaluar desde el primer día, comparándote con el resto y asignándote una etiqueta en luces de neón, bien cualitativa, bien cuantitativa.

Hoy me acuerdo de mi niña con mucha ternura y aún puedo reconocer algunas de esas tendencias en mí: la búsqueda de mi lugar en el mundo o mi identidad en función del contraste con los otros, el automatismo de comparación , el miedo a la evaluación y la etiqueta o la toma de decisiones desde un lugar externo más que desde uno interno. Pero ya me voy pillando cada vez más a menudo.

Ahora cambio la carrera por el camino y el orden de lista por el orden de mis propias prioridades. Y así, la vida, va pesando cada vez menos…


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