Hace unas semanas estaba escuchando la radio sentada en mi habitación. No es lo habitual, pero aquel día mi ordenador estaba sin batería y decidí cambiar el uso del aparato de radio, relegado a objeto de decoración, para explorar alguna cadena de música que me amenizara la ya de por sí placentera experiencia de ducharme (en serio, que podamos ducharnos con agua caliente cada día me parece uno de los mayores placeres que tomamos como normales en nuestras vidas). La cuestión es que tras la ducha y ya en la habitación y a punto de secarme el pelo, escuché que un locutor anunciaba la previsión meteorológica a continuación. Recuerdo que en ese instante pensé:
—Vaya, qué bien. Así me entero de qué tiempo hará estos días, con lo cambiante que está últimamente…
Sin embargo, y a pesar del aparente entusiasmo que el aviso del locutor despertó en mí, dos minutos más tarde volvía a re-conectar para darme cuenta de que la previsión meteorológica había pasado y yo no me había enterado de absolutamente nada. Al parecer, a ese pensamiento entusiasta se le había encadenado otro y así sucesivamente hasta dejarme llevar por ellos a un lugar lejano a mi habitación y al que, por supuesto, no llegaban las ondas radiofónicas.
Lamento confesar que este episodio en sí mismo no es digno de ser destacado. Me refiero a que las veces que la mente juega conmigo y me impide estar presente donde estoy, no son excepcionales. La atención plena es un trabajo constante que, si bien va ayudando a educar a mi mente traviesa a estar más a mi servicio, implica un sólido nivel de voluntad, constancia y conciencia. Pero en realidad no es exactamente de atención plena de lo que quiero hablar, por muy interesante y necesario que lo considere. (Pues arranca ya, ¿no? Ya voy…).
Este “black-out” radiofónico me hizo reflexionar hasta trasladarme al pasado, catapultándome concretamente al año 2001. Por aquella época comenzó a sonar en todas las radios una canción muy melódica que llamaba la atención por su mezcla de tambores y base electrónica. Coincidía además con mi subjetivo tránsito de niña a adolescente y esta música se me antojaba de lo más guay que una chica de mi edad podía escuchar. Cada vez que sonaba en una emisora subía el volumen y miles de escalofríos recorrían mi cuerpo mientras me imaginaba bailando en alguna fiesta a las que todavía, y con buen criterio, no me dejaban ir.
Estos excitantes recuerdos pre-adolescentes se atemperaban ante una circunstancia: cada vez que sonaba la canción, trataba de escuchar el nombre del grupo o de la canción sin éxito. Lo recuerdo como un evento agridulce que me llevaba escuchar esa canción como si cada vez pudiera ser la última vez. ¿Quién diantres tocaba aquella música tan molona? ¿Por qué nadie pronunciaba ese misterioso grupo con claridad? Por aquel entonces Internet no había llegado a mi casa (ni a mi vida) y cuando preguntaba a mis amigas, ninguna conocía el nombre del grupo o la canción.
Hasta que llegó el día clave. Sábado, centro comercial Max Center, paseo de tarde en familia. Recuerdo perfectamente cómo entré en aquella tienda de discos con mi padre mientras mi madre nos esperaba fuera sentada en un banco. Había infinidad de discos y en la pared de en frente habían colocado aquellos que se estaban vendiendo más en el momento. Me aproximé a esa zona del “Top 10” con la esperanza de desvelar al fin el misterio. Conocía a alguno de los cantantes, por lo que los fui descartando hasta que allí, en uno de los primeros números, encontré un disco con una carátula verde y azul y dos chicos con tambores.
—¡Ay! Ay aita… ¡Ven! ¡Que creo que son!
No sé si recordaréis que una de las maravillas de las tiendas de discos era que algunas disponían de auriculares en los que poder escuchar algunos de los discos en venta. Los tomé cual Indiana Jones al Santo Grial y al ponérmelos confirmé que la canción de los tambores se llamaba Played-A-Live y era interpretada por un grupo llamado Safri Duo. Ya con esta información en mi haber disfruté una vez más del sonido de los tambores, esta vez con la tranquilidad de saber que se vendrían conmigo a casa ya que, por supuesto, mi padre me compró aquel disco que aún guardo (es de los pocos que no tengo rayados) y que vuelvo a disfrutar de vez en cuando con el máximo cariño.
Es evidente que hace unas semanas no estaba escuchando la radio como lo hacía hace 20 años y una de las diferencias fundamentales radica en que, en realidad, mientras la canción de Safri Duo se presentaba de manera inesperada, escurridiza y efímera, la previsión meteorológica de la semana podía conocerla en Internet a golpe de click. Yo era muy consciente de que, si bien era una información que me interesaba conocer, podía acceder a ella en cualquier momento: saber que cada canción, conocimiento o dato está disponible en la red, nos aleja unos pasitos de la conciencia de lo efímero. Siguiendo con las canciones, había otra que decía aquello de: “Bésame…bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez…”.
Al fin y al cabo así es la vida, fugaz: cada canción, cada beso, cada mañana que despertamos podría ser la última y, aunque no lo sea, desde luego es única e irrepetible. Es humano separarnos de la conciencia de nuestra naturaleza finita puesto que, de lo contrario, sostener la angustia de morir en cualquier momento sería demasiado pesado. Sin embargo, y sin llegar a tales extremos, sí parece que cada vez son menos las cosas que nos reflejan y recuerdan que esto se acaba, que no es eterno. Ahora hay flores de plástico, la comida tiene conservantes, las canciones pueden “shazamearse” y hasta nuestros cuerpos le echan un pulso al paso del tiempo gracias a los avances en cirugía estética. No me malinterpretéis, no pretendo volver al pasado y soy la primera que disfruto de las bonanzas de Internet, de tener comida en mi nevera sin tener que preocuparme de conservarla con sal y sobre todo de las duchas con agua caliente.
Pero también me alegro mucho de haber crecido más cerca de lo efímero, más consciente de lo limitado de la existencia y las experiencias y, con ello, más responsable de dar el valor que se merece a cada una de ellas.
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