El mar, tan inmenso, tan temible, tan magnético… No es de extrañar que el mar simbolice lo inconsciente y la emoción que ello entraña. Tampoco que tanto dé que sea el mar que la mar, sin género o con todos ellos, incluyendo lo que conocemos y, sobre todo, lo que no. Salada porque escuece, salada porque cura. Se le pueden atribuir un millón de adjetivos y, al mismo tiempo, todos sus opuestos dado que él trasciende nuestra parcial y sesgada capacidad de percibir.

La superficie del mar refleja la luz del sol, los rayos brillantes que al crear diminutos diamantes parecen jugar a alcanzar el mayor destello. A veces, deja ver sus tesoros a través del velo transparente de su agua cristalina. Es un espejo del cielo azul, azul, azul… Pero también es en la superficie donde la tormenta causa estragos, son los barcos los que corren peligro cuando los vientos enfurecen y se divierten con el vaivén de los navíos. Ellos son los que sufren cuando cae la lluvia, crecen las olas y la espuma ruge amenazante. Es ahí donde quiebran, crujen, van a la deriva y, con un poco de suerte, alcanzan tierra firme en la que dar descanso a sus pobres estructuras maltrechas y hechas añicos.

El mar se enturbia en la superficie, no deja ver, marea y revuelve provocando una pérdida de perspectiva, orientación, fe y sentido.

¿Qué pueden hacer los barcos ante la tormenta? ¿Qué se proponen hacer esos pobres infelices ante la impiadosa furia marina que hace zozobrar todos sus cimientos y naufragar? Hay un lugar al que pueden acudir pero sólo a través de un proceso de transformación. La transformación en un submarino que les permita acceder a otros niveles del mar. Necesitan prepararse para descender, profundizar, alcanzar un nivel en el que las tormentas ya no tengan efecto alguno. Un estrato en el cual existe un profundo silencio y el juego de luces y sombras se funde para trascender la dualidad y convertirse en algo indiferenciado. Un lugar donde todo guarda un equilibrio más evidente y estable y la perspectiva ayuda a alcanzar una comprensión más amplia.

Y si tan pacífico y sereno es este lugar, ¿por qué no recurrimos a él? ¿por qué seguimos navegando en barcos en vez de viajar a bordo de un seguro y estable submarino? Yo me atrevo a lanzar algunas hipótesis… La primera, de la cual estoy bastante segura, tiene que ver con aquello que se esconde debajo del mar. Esto me hace recordar una anécdota que me ocurrió hace ahora 8 años:

Por aquel entonces estaba en la universidad y una compañera me habló de una oferta de bautismo de buceo en Castro (Cantabria). Yo que por aquella época quería vivir todas las experiencias posibles y más, no lo dudé; movilicé a un grupo de compañeras/os de clase y en pocos días nos plantamos en Castro después de un agradable viaje en autobús. Tras una breve explicación de lo que teníamos que hacer bajo el mar, nos pusimos los trajes y nos dirigimos al agua. Lo que pasó después no podía imaginarlo: ¡no duré ni 3 minutos dentro! En cuanto me sumergí no podía creer que fuera posible respirar bajo el agua, olvidé realizar la maniobra de compensación de oídos (lo que me causó un buen dolor durante 2 días) y comencé a hiperventilar dañándome ligeramente la garganta. En fin, mi gozo en un pozo, o en una bahía mejor dicho…

Fue una experiencia en la que mi cabeza me jugó una mala pasada al no dejar de repetirme que aquello no era posible, que no podía respirar bajo el agua y que iba a ahogarme de manera inminente.  Y volviendo a nuestra mar, nuestros barcos y submarinos, muchas veces es nuestra mente la que no nos permite acceder a niveles más profundos. Trata de evitar la incertidumbre de sumergirse en territorios desconocidos e incluso nos lleva a creer que la superficie, la conciencia, es lo único que existe y que no tiene sentido explorar más allá.

Por último, no quiero pecar de naif y sostener que lo inconsciente sólo alberga paz y equilibrio puesto que, como todas/os sabemos, son numerosas las leyendas que nos hablan de extraños y gigantescos monstruos marinos que suponen un peligro para nuestra supervivencia. Saben bien las personas que sufren de trastornos psicóticos, por ejemplo, que esto es muy cierto. Y claro, también por este motivo prescindimos de explorar ese mar inmenso y nos limitamos a navegar por la superficie.

Mi viaje y mi labor como terapeuta me dicen que todos los niveles son necesarios. Que una vida en la superficie y una vida en la profundidad no son incompatibles y que, de hecho, es deseable que convivan y se integren. Es deseable navegar con un barco lo más sólido (a la par que flexible) posible y disfrutar del sol, las olas y la brisa… y para cuando lleguen las tormentas, que llegarán, es maravilloso saber que hay un lugar en calma, profundo y atemporal que nos acoge. Por ello, cuanto mejor conozcamos nuestros monstruos marinos (que por cierto provocan más de un tsunami que otro sobre todo cuando no los miramos), menos temor sentiremos al bajar y más amplio será nuestro campo de existencia.

 


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